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domingo, 12 de julio de 2009

ejercicio matutino

No podía detenerme. Era simplemente imposible. El placer que experimentaba era magnífico, la satisfacción y las innumerables sensaciones que me invadían con cada puñalada, estaba inmersa en un éxtasis único... Insuperable. Conté con pasión febril cada certera estocada, alcancé las 27 justo antes de desvanecerme y perderme en la inconsciencia.
Nada de esa escena la hacía parecer real. Incluso me parecía estar dentro de una mala película de suspenso. Lo que cambió esa equivocada sensación fue el contacto con su piel, las delicadas gotas que sentía impactar contra mi cuerpo, y las suaves caricias que éstas me regalaban cuando se deslizaban sobre mi piel, dejando un rastro húmedo y rojizo.
Sentía un encorvante dolor de estómago antes de comenzar con mi proyecto matutino, y la ansiedad hacía que deseara un cigarrillo casi tanto como verlo muerto. Pero no tenía tiempo para perder con tan torpes debilidades humanas, entonces me dirigí directamente a la cocina en busca del instrumento gastronómico que en esa ocasión serviría de herramienta mortífera.
Antes de dar rienda suelta a mi salvajismo homicida, no pude evitar observarlo detenidamente un momento. Estaba acostado sobre la cama, aún dormía como un niño, tal vez soñaba. Su espalda descubierta parecía incitarme descaradamente a comenzar mi acometido, pero antes quería terminar con ese momento de bajeza sentimentalista. Rodeé la cama hasta llegar a su lado, me acerqué despacio y le acaricié la mejilla suavemente, casi sin tocarlo. Era tan hermoso que me enternecí y no pude evitar besarle la frente. Justo después de eso hice un rápido movimiento con el cuchillo y se oyó su primer grito, el único que pudo realizar con éxito, los que siguieron fueron solo quejidos irregulares y esbozos de palabras ininteligibles, que se fueron apagando a medida que mis brazos se cansaban.
Después del desmayo, que duró unos treinta minutos, sentía el cuerpo afiebrado, un dolor de cabeza que parecía me haría estallar el cerebro en pequeñas partículas, y unas nauseas que no tenían comparación ni en alta mar. Fui al baño y me lavé brazos y cara, dejando que el agua se llevara en parte, el rastro de mi acción furibunda. Encendí un cigarro, y sentada junto a la puerta del dormitorio, sentía como con cada bocanada, se disipaba el cansancio, la fiebre, el dolor de estómago, la jaqueca terrible, y la ansiedad previa.

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